En las profundidades oceánicas del Norte argentino

Todo empezó con un sueño, de esos que se olvidan al despertar, pero dejan alguna reminiscencia, una imagen vaga. Vi al Titanic, ese trasatlántico del trágico viaje inaugural, su proa yaciendo sobre el fondo marino. Lo que me generaba extrañeza era la gran cantidad de luz que me rodeaba, incongruente con los 3.800 metros de profundidad atlántica. Yo estaba ahí, envuelto en una insólita sensación de liviandad, aventura y alegría. Hasta que el despertador me trajo a la superficie.


Olvidé el tema con el primer trago de mate cocido. El frío de la ola polar sobre Buenos Aires y el tren de la Línea Roca en hora pico sumaron otras ocupaciones mentales a una rutina laboral que ni siquiera había empezado. La jornada avanzó entre noticias y publicaciones periodísticas, a la luz de un monitor y al ritmo de las urgencias de la realidad.



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Al regresar, acompañé al cardumen de oficinistas tras su desove productivo, río abajo por la corriente del subte en su combinación ferroviaria hacia el conurbano sur. Me subí al vagón, una formación del Toshiba japonés que inauguró la línea eléctrica allá por los años ochenta. El tumulto abrigaba el invierno y el sistema de circulación mezclaba las toses gripales. En un rincón, me evadí en mi teléfono celular.


"¿Necesitás escaparte de la ciudad? Conocé el Norte argentino”, me atacó un aviso en Instagram. No hay duda de que el celular nos escucha y lee todo lo que recibimos o escribimos; yo creo que también puede descifrar nuestros pensamientos. Nunca había conocido las provincias del Norte y ese aviso había logrado insertar una cuña de deseo. Después de unas semanas, la idea se materializó en pasajes y reservas para visitar Salta y Jujuy.


Viajar es caminar y comer en un lugar desconocido


Llegué a Salta en un vuelo que apenas había durado dos horas, pero todo se sentía diferente. Dejé las cosas en el hotel y recorrí la plaza central, una joya de nuestro pasado colonial perfectamente conservada. En Buenos Aires ya no quedan construcciones así en su estado original.

No fue solo la arquitectura, había algo en el aire que vibraba distinto, ¿era la montaña? ¿Eran los siglos de historia? La gente se movía sin el frenesí de los porteños, había una amabilidad generalizada y los rostros daban cuenta de que ellos sí estaban conectados con su tierra a través de la sangre de incontables generaciones. Sentí por un momento que esa era la verdadera Argentina, que yo y mi metrópoli siempre seríamos una anexión reciente, un vecino nuevo.


Caminé mucho. Aluciné con las iglesias, las momias incas, la vista desde el cerro San Bernardo, las casas y sus fachadas, las calles empedradas y los vendedores ambulantes. Sin embargo, lo que más me gustó del Norte fue la comida. 


Probé platos que me asombraron por sus sabores únicos y tradición gastronómica: comí las pequeñas empanadas salteñas a diario, degusté tamales y humitas, merendé quesillo con cayote, y colaciones. Deliré con el locro y lo comí más de 10 veces. Hoy ese guiso de maíz blanco, zapallo, carne y magia ancestral se convirtió en mi comida preferida.


Naturaleza divina, pasado cretácico


No me voy a extender en las maravillas que se pueden ver en el Norte, están a un clic de distancia, solo voy a mencionar algunos de los lugares que más me impactaron. Visité pueblos que hablan de otra época como Cachi, Humahuaca y Tilcara; admiré paisajes coloridos y únicos como en Los Cardones, la Quebrada de Humahuaca y las Salinas Grandes; disfruté vinos, bodegas y comidas en Cafayate. En cada metro de ruta, cada paso, cada noche, descansé. Quise ir a varios más, pero no me alcanzó el tiempo, ya volveré.


Llegó mi último día de viaje. Estaba en Cafayate y tenía que ir al aeropuerto de Salta. Contraté un transporte para que me llevara y de paso visitar la Quebrada de las Conchas, unas formaciones rocosas de colores vibrantes de tono ladrillo. Fue el destino quien eligió a mi chofer.


Mario Tanaka es de esas personas que considera el silencio ofensivo. Su charla desbordó desde que entré a su camioneta y se convirtió en el mejor guía turístico que podría haber encontrado. Me explicó que toda esa hermosa zona de los Valles Calchaquíes, que poblaron los aborígenes homónimos, había sido en un momento el lecho marino en tiempos cretácicos y que hace dos millones de años el movimiento de placas lo había traído a la superficie.


Con la explicación de Mario entendí de dónde venía la sal de las salinas y el porqué del nombre de la Quebrada de las Conchas. Me paseó por las formaciones de La Garganta del Diablo y el Anfiteatro y allí rebuscó entre la tierra hasta que encontró algo y me lo dio. Pequeños y frágiles caracoles marinos, testigos del paso del tiempo, de océanos retraídos. 


El chofer y una historia de los Valles Calchaquíes


Le pregunté a Mario por su apellido y me contó la extraña historia de su padre japonés. Huérfano en plena devastación de Tokio en la posguerra, Tanaka padre era acosado por el fantasma de un samurái, tal vez un ancestro, que lo miraba de lejos con una katana desenvainada. Lo veía en las esquinas de las calles, frente al refugio donde dormía y una vez en medio del poblado mercado. Al principio lo consideró un signo funesto, una amenaza, pero luego entendió que siempre apuntaba su espada en la misma dirección: hacia el puerto. Un día juntó sus pocas cosas y siguió las indicaciones del samurái hasta un transatlántico con destino a la Argentina. Abordo trabajó a cambio de pasaje y comida hasta desembarcar en Buenos Aires. Ni siquiera al otro extremo del mundo lo abandonó ese espíritu errante. El samurái siguió apuntando al noroeste y Tanaka padre, decidido a llevar la aventura hasta el final, se sometió al designio familiar de ultratumba. 


"Mi papá siguió al samurái hasta esta zona del valle, hizo todo el camino a pie. Se paró a tomar agua ahí mismito en el río ―apuntó sacando la mano por la ventanilla. Y ya no lo vio más, no sabía para donde seguir. Se tiró una siesta y de pronto lo encontró, ahí arriba de esa formación que le decimos el Titanic, con la espada envainada. Según papá le hizo una reverencia y se desvaneció. ¿Ves ahí al pie? Todavía están los restos de la casita que construyó, donde vivió con mi mamá y yo nací".

Cuando dijo Titanic entendí todo. La misma forma, el mismo perfil. El gigante de roca simulaba la proa hundida del trasatlántico de mi sueño y de alguna forma este también descansaba en el lecho marino. La luz del mediodía inundaba todo.


Me despedí de Mario en el aeropuerto con un abrazo que sentí como si cerrase un circuito o completara un ritual. En el avión me quedé pensando en la historia del samurái y en la fortuita coincidencia que me había llevado a conocer a aquel chofer y ese lugar. Aún hoy no puedo distinguir cuál me parece más irreal.



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