Una cita con la gloria (y las nubes)

11 September 2024

No se trata de un simple viaje. Tampoco de seguir un mero recorrido. No es una estadística, ni un destino más en la bucket list personal. Se trata de ir más allá, de encontrarle un significado a nuestra existencia.


Recorrer la legendaria Ruta 40 es alcanzar la gloria, es subirse a la camioneta y sujetar un presente más vivo que nunca. La dicha se siente plena, la adrenalina blasfema las fibras de la rutina y las transforma en un universo caótico, pero con un horizonte claro: la cumbre.


La crónica de esta aventura comenzó en Curitiba, capital del estado brasileño de Paraná. En uno de los tantos espacios verdes de esa ciudad ecológica, Raí, Ernesto y Osiris planearon un nuevo viaje en sus Honda CG 160. ¿El destino? Argentina. Ya habían hecho la Ruta Nacional 3, de Buenos Aires hasta Ushuaia, y parte de la Ruta Nacional 40 en la Patagonia, con paso por el increíble Camino de los Siete Lagos, entre otros sitios de interés.


Esta vez, el roteiro fue nuevamente a través de la Ruta 40, pero en la región Norte de Argentina. La idea era combinar vinos (fuera de pista, por supuesto), paisajes y aventura. Así fue cómo decidieron que saldrían de Curitiba con dirección a Cafayate, destino conocido por la calidad de sus fincas y vinos, en especial, el Torrontés (cepa autóctona) al sur de la provincia de Salta. El objetivo final era hacer la travesía de la 40 desde la mencionada Cafayate hasta La Quiaca, en la provincia de Jujuy.



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Entrada maravillosa


Partieron de Curitiba hacia el sur y entraron a Argentina por Bernardo de Yrigoyen, ciudad fronteriza en Misiones, provincia conocida por albergar las famosas Cataratas del Iguazú, una de las Siete Maravillas Naturales del Mundo.


Una vez instalados en Cafayate, buscaron un buen lugar para descansar un par de noches y disfrutar de este icónico punto turístico, entre viñedos y montañas. El palacio de descanso fue Patios de Cafayate, apenas retirado del centro del pueblo. De arquitectura colonial y con una prístina elegancia, dos lunas en Patios sirvieron no sólo para recargar baterías, sino para disfrutar a pleno la experiencia de un lugar inolvidable. Sol furioso, vino de primerísima calidad maridado con las clásicas empanadas salteñas y relax. Cafayate es sinónimo de buena vida.


Antes de tomar la Ruta 40 hacia el norte, los amigos pasaron por un taller mecánico para hacer un chequeo general de sus motos. Allí, entre mates y una radio antigua, pero que transmitía una música contagiosa, los atendió Funes, un hombre cercano a los 80 años, que vivió todas las épocas del pueblo. Hablaba lo justo y necesario, pero le sobraba amabilidad, característica muy típica por estas latitudes.

Formaciones asombrosas


Con las motos listas para la fuga, la próxima parada sería en Molinos. Para llegar allí, el camino de tierra les regaló una de las grandes obras maestras de la naturaleza del norte argentino: la Quebrada de las Flechas. Asombrosa e impactante. Un paisaje surrealista para sacar una y mil fotos. Raí, que tenía buenos conocimientos de fotografía, demoró más que sus compañeros para tirar fotos en la búsqueda del ángulo perfecto.


Antes de que caiga la noche, los motoqueros del sur brasileño arribaron a Molinos para instalarse en el hotel Hacienda de Molinos. Encantados por la calidez del servicio, los tres se sintieron como si estuvieran protagonizando la película La Misión o El nombre de la rosa. Tanto la hacienda como el pueblo tienen una mística muy poderosa y los brasileños la captaron apenas llegaron.


Un desayuno de campeones -siempre con dulce de leche incluido- y otra vez a la ruta. El ripio nunca fue un problema, sino todo lo contrario. Le daba mayor adrenalina y condimentaba la experiencia. Se recuerda que la idea madre no era viajar porque sí, sino encontrar la vida dentro de la vida, elevar el espíritu a cielos inabarcables. Y así lo estaban haciendo.

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Nubes salteñas


El almuerzo -un sándwich de milanesa con jamón, queso y huevo- fue en Cachi. Antes de ingresar al pueblo “cheio de charme”, dirían al unísono los viajeros, una foto con Juan Calchaquí, el imponente monumento al indio que da la bienvenida. La iglesia, el museo con su bella recova, la plaza y sus construcciones típicas atraparon a los brasileños, que no dejaban de conversar con los lugareños.


Antes de terminar el día debían alcanzar San Antonio de los Cobres. La altura empezaba a sentirse, pero la aventura se hacía más épica. La temperatura caía paulatinamente por debajo de los 0 grados. Sin embargo, dentro del coqueto Hotel de las Nubes, el calor de sus paredes ahuyentaba cualquier atisbo de frío.


Al día siguiente, el último capítulo de Salta guardaba una auténtica hazaña de la ingeniería y el transporte: el Tren a las Nubes. Inaugurado en 1948 como un tren de cargas, en 1972 se convirtió en lo que hoy se conoce como uno de los trenes turísticos más altos del mundo. Siete vagones para 460 pasajeros. Entre ellos estaban Raí, Ernesto y Osiris, que no dejaron de asombrarse y de grabar con sus cámaras mientras el tren pasaba por el famoso viaducto La Polvorilla, a más de 4220 metros de altura. “¡Maravilloso, increíble!”, coincidieron.

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En tierra jujeña


Adiós Salta, hola Jujuy. Tras pasar por debajo del icónico viaducto, la 40 le suma más ripio y caminos sinuosos al reel rutero. Las motos tomaron un descanso y cargaron combustible en Susques, un pueblo que no supera los 2 mil habitantes y que, a la hora en que llegaron los brasileños (15 horas), estaba completamente vacío en sus calles. Afortunadamente, un pequeño mercado estaba abierto para comprar unos dulces reparadores y mucha agua. Como curiosidad y dato de color, en cada pueblo siempre encontraron perros jugando por la calle.


La noche tenía que ser en el Hostal Rincón de Cusi, cálido refugio en Cusi Cusi, pero antes de reposar el espíritu guerrero pararon para hacer varias tomas de drone -Raí contaba con uno muy moderno- en el Valle de la Luna. La brújula de las venas de cada uno de los tres amigos indicaba el acceso a la gloria. Así como lo fue en el Tren a las Nubes, en la Quebrada de las Flechas o en el interminable ripio, el Valle era otra de las inexplicables apoteosis del trip.


Los hombres de Curitiba no eran muy amigos del mate, pero con Rubén -dueño del hostal en Cusi Cusi- la pasaron tan bien, que experimentaron varias rondas de verdes durante el café da manhã.


La última parada de la hazaña tenía como destino La Quiaca. Abrigos fuertes y casco irrompible para enfrentar los 15 grados bajo cero que marca la mañana en la Puna (la Ruta 40 es aventura en serio).


En otro de los inevitables desvíos -la naturaleza argentina es un sinfín de posibilidades fotográficas- los viajeros habían escuchado sobre el Farallón de Cabrería. Y hacia allí fueron. Cada paso que los acercaba al Farallón era una secuencia perfecta de caleidoscopios montañosos. Las motos se llenaban de tierra, pero más lo hacían de existencia irrepetible.

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Final a toda orquesta


Era algo supremo, pero aún más fue alcanzar el Farallón, una pared gigante que dignifica a la erosión y al movimiento de placas. Majestuoso, aunque mejor le queda el adjetivo de imperial.

Adiós a la imagen física del Farallón -quedará por siempre en sus retinas- y vuelta a la 40 para, por fin, llegar a La Quiaca. Los paranaenses creían haber llegado al punto más septentrional de Argentina, pero Luis, un maestro de escuela secundaria, que gentilmente les tomó una foto en el hito que indica el fin de la Ruta Nacional 40, les dijo que había otras localidades aún más al norte.


Más allá de la desmitificación, nada empañó la alegría de semejante viaje que reinventó la amistad entre ellos, los puso a prueba en la moto y los maravilló con los pueblos y paisajes conocidos.

La gloria no tiene compasión, ni atajos. Se llega a ella por los caminos que ella establece o definitivamente se pierde. No tiene nada que ver con dinero, ni nada que se le asemeje. Es una cuestión de quebrar las venas, apretar las muelas y atravesar el infinito de lo imposible. Todo eso y más te transmite la Ruta 40.