Cosas que pasan en Chacarita

Chacarita es un barrio porteño cuya identidad comenzó a cambiar recientemente y cuya cultura propia terminó de emerger en la era post pandemia. Se siente nuevo aunque no lo sea. La cultura de la ciudad, tanto la mainstream como la emergente, rota a gran velocidad por las calles de Chacarita, generando combinaciones urbanas innovadoras. Es el barrio overhypeado al cual ir para encontrar tendencias tanto en gastronomía, moda o paseos. Hace poco, Seth Kugel, periodista del New York Times, lo destacó como uno de los mejores barrios porteños

Hace tiempo, un barrio de tránsito, por su conexión con uno de los ramales de trenes que salen de la ciudad de Buenos Aires y se adentran en la provincia. Chacarita siempre recibió a los viajeros con la tradicional pizza de El Imperio a un lado y el cementerio enorme, al otro. De a poco empezó a reportar mutaciones gastronómicas que responden a su cercanía a Palermo Hollywood y la extensión de sus usos y costumbres más cosmopolitas. Por ejemplo, el antiguo bodegón Rondinella hoy mantiene prácticamente la misma carta pero fue redescubierto y adoptado por una clientela de caras y costumbres más jóvenes y vestimentas con distintos grados de extrañeza importada. Preguntas que nunca habían sido enunciadas entre esas paredes, aparecen cada vez más: “¿Son veganos estos ravioles?”. Es también la casa de Anchoíta, restaurante chic con semanas de espera para conseguir una mesa o de propuestas osadas como Donnet, especializado en comidas cuya materia prima exclusiva son los hongos.

 

Con la instalación del Movistar Arena y el complejo C Art Media, se terminó de posicionar como el espacio para la música. Por el barrio pasan cientos de recitales por año: solistas, bandas pequeñas y medianas, nacionales e internacionales llevan a su público para esta zona, por su facilidad de acceso y variedad de oferta gastronómica. Una zona que en estos años ha recibido a artistas variados en un espectro musical de amplitud inesperada, como Lali Espósito, la popular cantante argentina y también a King Krule, un músico londinense de clasificación más compleja.

 

Estimado viajero, voy a contarte de un pequeño evento, una rareza. Mi intención es que entiendas algunas de las cosas agradables que suceden en Chacarita, qué lo hace especial. Puede que consigas repetirla, puede que no. No te desanimes, igualmente te daré pistas para que puedas sumar cosas a tu itinerario.



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La invitación


Recibí la invitación por whatsapp. El mensaje era largo, casi un mail con instrucciones concretas. Lo leí dos veces con atención. Era para asistir a la presentación del cantautor mexicano Rosas. Había escuchado hablar de él hacía unos días y en una conversación casual dije que debía ser interesante. Eso me llevó a este mensaje.

 

Rosas es un artista de México que hace neotrova y trip-hope, con E final de esperanza. Son los neologismos con los que explica su música, un estilo melódico, guitarreando en solitario y tecno. Es también música emergente en su país de origen. ¿Qué hace que florezca en Buenos Aires casi al mismo tiempo que en su DF?

 

El mensaje decía que era un evento íntimo, que tendría cosas para tomar y picar. Pedía confirmación porque los lugares eran pocos. Mi primera idea fue que el recital se realizaría en la casa de algún amigo porteño que Rosas estaría visitando. Muy posible. Confirmé mi asistencia y aguardé, en vano, la dirección.

 

Llegó el día de la presentación de Rosas. Todavía no estaba seguro de donde tocaba. Recibí un nuevo mensaje, indicaba que fuera al corazón de Chacarita. El lugar tenía un nombre: Naza Estudio. No lo conocía. Las búsquedas en distintas apps y sitios no daban resultados, insistí para mí, en que era la casa de un amigo del músico. Tenía que ser algún departamento pequeño y antiguo, de pocos ambientes y a contrafrente.

 

Como las instrucciones reiteraban mantener la puntualidad, tomé un uber. Primer tip para el turista, si estás planeando tu viaje a Buenos Aires, podés usar esta aplicación para ir a todas partes por un precio razonable.

 

Bajé en la puerta, pero la numeración no era la de una casa ni la de un departamento. Desde la vereda de enfrente distinguí una pequeña vidriera a través de la cual salía una luz muy blanca. Eran dos ventanas grandes y una puerta vidriada. Me pareció un local de antigüedades, algo abandonado. Dos personas esperaban en la puerta y me apuré a entrar con ellas.

 

Atendía la puerta un chico de rulos con la oreja perforada por un aro del que colgaba un dije. Me preguntó si estaba ahí por Rosas.

 

El interior del local tenía el olor familiar de las casas antiguas de Buenos Aires: ladrillos húmedos y madera ajada. Era un pequeño recuadro donde cabíamos unas ocho personas. Todas observábamos los detalles. Es que dispuestos en la vidriera, en estanterías y vitrinas, había una centena de bandoneones y acordeones. Más de los que había visto en mi vida. Si bien Buenos Aires es una ciudad de tango, no es que abunden los bandoneones. Tip 2 para el turista: si venís a Buenos Aires, no esperes oír bandoneones ni bailes de tango en las esquinas.

 

Las paredes tenían fotografías antiguas, algunas enmarcadas, otras sueltas, ajadas y descoloridas. En ellas muchas personas trabajaban con sus manos. Se repetían las caras, de los miembros de la fábrica. Una destacaba por ser conocida. Entre las imágenes, aparecía Pipo Pescador, un músico de Argentina. Famoso por su pequeño acordeón con el que aparecía en televisión para cantar canciones infantiles y familiares.

 

Mientras deambulábamos entre los instrumentos musicales, el chico de la puerta nos ofreció una copa de vino. Aparecieron dos personas y se pusieron a hacer pruebas de cámara sobre una pequeña tarima que ocupaba la mitad del local. Estaba equivocado, no era la casa de un amigo de Rosas, todo transcurrirá en el espacio de la tarima, mientras los acordeones nos observan. ¿O no?

 

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Entonces entró Rosas. Su cara enmarcada en maquillaje poligonal, sombras rojas se perfilaban desde sus ojos hasta sus oídos. Vestía zapatos negros y cuadrados de aspecto escolar, pantalones de vestir que mostraban sus tobillos. Su camisa blanca tenía tajos sobre los hombros y encima llevaba una pechera de tela negra que aparentaba ser una chaleco antibalas.

Nos saludó uno por uno. Está alegre de que hayamos venido, está muy contento de estar en Buenos Aires. Hablaba como canta: suave, muy afinado. Luego se fue por una puerta.

 

Ahí descubrí que el local continuaba. La casa comenzaba a desplegarse. Entré a un patio techado, había un auto, aunque no entendí si estaba estacionado o solo abandonado. Había poca luz, igual pude distinguir un pasillo ancho hacia la derecha. Lo atravesé y salí a un segundo patio, en una las paredes podía verse una cortina con luz blanca, a través de una ventanas rectangulares. Había unas tres personas preparando platitos. A mi izquierda había una puerta gigante, estilo granero. Elegí no abrirla todavía y continué investigando hacia una puerta entreabierta de la que venía una luz cálida y música.

 

Al cruzarla Naza Estudio comenzó a tomar forma en mi cabeza y puedo empezar a reconstruir el rompecabezas espacial. Venía atravesando más que un local: una fábrica antigua dentro de una típica casa “chorizo” porteña.

 

La concatenación y reconversión de los espacios me hizo pensar que algo así es lo que estaba pasando con todo el barrio de Chacarita. Antiguos lugares de trabajo, muy del siglo XX, y otros lugares de vivienda, muy siglo XIX, estaban mutando hacia el siglo XXI: una seguidilla de aplicaciones, compartimentos, usos ambiguos y simultáneos a los que entramos por pantallas de bolsillo brillantes. La puerta de Naza Estudio es como la pantalla de mi celular.

 

Me encontré en un ¿living?. Era largo y estrecho, tenía dos habitaciones conectadas. Una era un estudio de grabación y monitoreo, iluminada en led violeta. Tenía aislamiento sonoro en las paredes y varios soportes para guitarras y bajos desperdigados. La habitación contigua era de color amarillo. Era igual de grande, un cuadrángulo y estaba llena de discos. A la vista, uno de Prince cubierto de ideogramas japoneses, varios de jazz, otro de Strauss con portada minimalista. Una colección tan ecléctica como amplia. Estaban dispuestos en estanterías de caña, como la que se suelen conseguir en el Puerto de Frutos del Tigre (atención turista, otra visita para pasar el día cerca del agua). Eran otro resabio de las casas viejas. Chacarita las está abandonando y homenajeando al mismo tiempo, en un constante reversionar.

 

En el centro de la habitación había dos sillones, antiguos e irrepetibles. Uno verde, de madera y cuero descascarado. Otro amarillo, estampado con arabescos fractálicos. Había dos micrófonos de pie entre ambos asientos. Detrás de uno, apoyado de frente sobre la estantería, un vinilo de Rosas, su último EP, “Santo o Remedio”. La portada se asemeja a un retrato fauvista, con un impactante fondo amarillo que contrasta con cuatro flores violeta, entre ellas un rostro en blanco y líneas gruesas de color negro.

 

El living continuaba, se desprendía en forma de “L” un espacio más. Ahí vi finalmente el escenario. Es un “pequeño escritorio”, un setting similar al de “Tiny Desk” que se popularizó en Youtube. La app que faltaba para la casa del siglo XXI.

Me topé con el organizador del evento. Estaba sentado cerca del escenario, en un sillón de dos cuerpos entre portadas gigantes de la olvidada revista D-Mode apoyadas sobre paredes de ladrillo. Gerardo, un poeta mexicano que se divierte haciendo eventos. Alto, con un bigote. Su último cumpleaños, me entero, fue un recital donde Rosas fue el telonero de Mujercitas Terror. Había potencia en Rosas y quedaba margen para hacer una presentación íntima y aprovechar para mezclar un poco más a la cultura mexicana con la porteña. Gerardo casi un típico habitante del barrio en esta nueva iteración.

 

Le pregunté si era el dueño de la casa. No era. La habitaba un colega suyo, músico, emparentado con cierto grado de descendencia con los fabricantes de bandoneones. No me quedó del todo claro si era hijo, nieto o bisnieto. Gerardo tampoco lo sabía. Lo que sí sabía es que la casa se empezó a refaccionar después de la pandemia y que su colega comenzó de a poco, habitándola primero como vivienda, luego como estudio y más tarde como espacio cultural. ¿Será un centro cultural?, pregunté. Solo para eventos especiales. Gerardo desliza que justo ayer estuvieron en la parte de arriba ensayando la obra nueva de Lola Arias.

 

Mientras charlábamos, se nos acercó Marcelo. Joven músico cincuentón. Le pregunté qué estilo de música tocaba. Dijo que tener una guitarra pequeña y que hacía un poco de cumbia y de ritmos al estilo brasilero. Otra fusión, pensé. Un evento íntimo, dice. Como cincuenta personas. Me comentó que usaron mucho el patio. ¿Qué patio?, pregunté. Marcelo señaló una puerta junto a nosotros, me había parecido parte de la pared. La casa continuaba desplegándose como un mapa origami.

 

Abrí la puerta. El patio estaba descubierto y oscuro. Comenzó a dibujarse el patio a la luz de una guirnalda de lamparitas y el reflejo de las nubes en el cielo. La luz de la noche permitía ver una una enredadera que trepaba una pérgola, había una lámpara al fondo que colgaba de otra puerta. Un cuarto de herramientas. Era más que un patio, es un espacio al aire libre casi tan grande como la casa misma. Tenía un fogón circular, una parrilla, una mesa grande hecha de cemento y azulejos. Había apenas dos personas, fumando. Tomé distancia para ver el perfil de la casa completo: un contorno recto, fabril, algunas ventanas rectangulares apaisadas. Un segundo piso de extensión completa.

 

Recordé las palabras de Gerardo: “Lola Arias estuvo ensayando su obra aquí arriba”. Una semana más tarde vería “Los días afuera”. El montaje de la obra requiere de un andamio amplio, la carrocería de un auto, un pequeño escenario móvil, un elenco de seis actrices y actores y una intérprete musical, con todos sus instrumentos, incluida una batería. Sentado en el teatro no dejaré de dimensionar el segundo piso de la casa origami.

 

El recital de Rosas transcurrió bien, su sonido era suave y agradable. De la nada se desconectó un micrófono. Rosas sostuvo el show, por sobre las dificultades técnicas con humor y oficio de escenario. “Empecé en bares donde nadie paraba de hablar”, esto debe parecerle un juego. Entre la concurrencia está Julieta Venegas y un par de productores de la escena porteña. La música de Rosas es neo trova y trip hope (“con e al final”, sic). Hay algo esperanzador en los sonidos, que combinan fases de guitarra pura con etapas de sintetizadores y microdancing junto al micrófono. Su voz es muy suave y limpia y se hace escuchar aún sin micrófono, rebotando en las paredes de ladrillo de Naza. Recomiendo tres temas que me gustan mucho: Sandía, Santitos y Temporal.

A la hora de partir caminé un par de cuadras hacia la parada de colectivo, recién habían pasado unos minutos de la medianoche y todavía podía ubicar alguno. Tip 3: querido turista, los “buses” de Buenos Aires circulan toda la noche, otra aplicación que te será de mucha utilidad es “Cuándo subo”, para conocer sus frecuencias y paradas.

 

Pasé por la pizzería Santa Rosa, una de las más famosas de Chacarita, cultora de la pizza porteña. Tip 4: querido viajero, la pizza local es muy abundante, no intentes comerla solo, se comparte. La especialidad: pizza de roquefort. Puede comprarse por porciones para el camino de vuelta o para continuar las aventuras en la noche porteña.



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